1 de enero de 2008

Capitulo 6. El principio de una historia de amor sin amor

Me encontré con la mujer melómana algunos días después de que mi abuelo dejara de aparecerse en los retratos familiares del salón. Me pareció mucho menos hermosa que la primera vez y decidí ser francamente cortés y, aún así, salir corriendo. Como la había citado en un bar céntrico decidí dar una vuelta por El Corte Inglés. Creo que, aunque no pertenecí de niño a la clase social que solía habitar estos grandes almacenes y por tanto carezco de la seguridad de ánimo que a veces he visto a la hora de descambiar los productos insatisfactorios, me muevo por ellos con cierta dignidad fingida. Se que no engaño a nadie salvo a mi mismo pero el placer de pasear con la extravagante idea de que cualquier cosa puede serme necesaria allí, llámenme loco, llámenme raro, me reconforta. Alguna vez he comentado este fenomeno con algunas amistades y conocimientos diversos y he notado que no es un procedimiento mio exclusivo, más bien diría que las más de las veces los clientes tenemos una base muy nutrida de proletarios reinsertados. El tráfico más intenso lo he detectado, por ser normalmente una zona alta del edificio y de suyo menos concurrida, en la sección de deportes. Allí vagabamos varias caricaturas panzudas y sedentarias entre raquetas de tenis y cañas de pescar el día que se atascó en mi camino la mujer católica.

No mencionaré su irrelevante nombre pero si el notable hecho de que la primera vez que su mirada cruzó la mía estaba subida encima de una bicicleta estática. El eslabón perdido en la inconclusa cadena evolutiva de la autonombrada raza humana suele perpetrar contradicciones de este calado con cierta frecuencia, con todo, su notoria falta de interes real hace de la bicicleta estática un elemento muchas veces participe de una extraña forma de decoración interior cercana a lo que un buen vendedor podría catalogar de antiminimalismo pseudoimpresionista y que en mis círculos más cercanos llamamos sindios. Precisamente Dios había llenado la vida de la mujer católica, obligándola a achicar espacio mediante el uso de cachivaches del pelo de aquella inmóvil bicicleta. Esas actividades, deportivas desde un punto de vista muy del siglo XXI, la hacían descargar cierto tipo de prohibida furia que a partir de aquel día, y por un corto pero productivo, para ella, periodo de tiempo, decidió invertir en el deterioro de mi escasamente robusta anatomía.